El doctor que comió heces de sus pacientes, halló la causa de una terrible epidemia y cambió la forma en la que nos alimentamos

Joseph Goldberger fue uno de los médicos que hicieron extraordinarios esfuerzos para descubrir las conexiones entre lo que comemos y lo que nos causa la muerte.

La nutrición, esa obsesión generalizada de hoy en día, fue por mucho tiempo un área descuidada de la medicina.

Sorprendente pero cierto: la investigación sobre la conexión entre la alimentación y la salud fue notablemente lenta, y una parte importante del conocimiento fue ganado gracias a los médicos que experimentaron con ellos mismos, poniendo en riesto sus propias vidas.

Doctores como Joseph Goldberger, un judío neoyorquino que en 1914 llegó al sur profundo de Estados Unidos.

Allá, dio un salto intelectual que le llevó a resolver un misterio, salvar decenas de miles de vidas y obligar a los gobiernos, por primera vez, a intervenir en lo que la gente comía.

Había sido enviado por el Cirujano General de EE.UU. para investigar una epidemia que estaba devastando los estados del sur del país.

Y es que la pelagra era una enfermedad horrible.

Conocida como «La plaga de los aparceros», comenzaba con lo que parecía una quemadura solar leve en el dorso de las manos.

Se convertía en una erupción en forma de mariposa en la cara.

Luego venía la depresión, la confusión y la demencia.

Y en el 40% de los casos, acababa con la muerte de los pacientes.

Estaba matando a miles de estadounidenses cada año y enfermando a decenas de miles más.

La misión de Goldberger era rastrear la causa.

Un detalle crucial

Había venido de la nada, y en los hogares donde una persona la tenía, había un 80% de posibilidades de que otros la contrajeran.

No es sorprendente que fuera considerada como altamente infecciosa, y aquellos que la sufrían fueran rechazados como leprosos.

Goldberger tenía el respaldo del Cirujano General, pero como hijo de inmigrantes, siempre se había visto a sí mismo como un extraño, un inconformista.

«A lo largo de su vida, Joseph Goldberger estuvo fascinado por el oeste americano y por los westerns. Y así, gran parte de su trabajo de detective médico y su lucha contra la epidemia, fue una extensión de ese deseo de ser un aventurero que lograba algo valioso», le dijo a la BBC el doctor Alan Kraut, autor de «Goldberger’s War» (La guerra de Goldberger).

«Se veía a sí mismo en parte como un vaquero solitario que iba contra la corriente, disparando con balas científicas«, confirmó el nieto de Goldberger, el doctor Don Sharp.

Goldberger recorrió el sur de EE.UU., rastreando la enfermedad en prisiones, orfanatos y asilos.

Y notó algo sorprendente.

La pelagra afectaba a los reclusos, pero no al personal.

Se dio cuenta de que no podía ser una enfermedad infecciosa, como insistían la mayoría de sus colegas médicos.

Tenía que ser otra cosa.

Pronto se convenció de que había algo en la dieta que estaba causando pelagra.

Pero Goldberger sabía que criticar la comida del sur como norteño, no lo haría popular.

«Para lograr que los científicos avalaran su convicción de que la pelagra era una deficiencia dietética y no una enfermedad germinal, necesitaba evidencia», señaló Kraut.

Así que ideó un experimento controvertido.

Primera página del diario Jackson Daily News

La prensa informó sobre el polémico experimento: «El doctor Goldberger produce pelagra entre convictos».

Decidió que tomaría a 12 hombres perfectamente sanos y les daría pelagra.

Y los «voluntarios» vendrían de una prisión de Mississippi.

En ese entonces, muchas personas, especialmente los pobres, se alimentaban con lo que era considerado como una delicia sureña típica, y nada más.

Comían algo llamado fatback o lardo, que es la capa de grasa bajo la piel de la espalda del cerdo crujiente, sémola de maíz y melaza.

«Todo lo que tenían que hacer los presos era comer la comida normal, sin carne fresca, huevos o verduras», explicó su nieto.

«Inicialmente, a los participantes les pareció fantástico».

Pero, después de seis meses, todos los prisioneros desarrollaron pelagra, así que Goldberger suspendió el experimento.

Ahora estaba completamente convencido de que una deficiencia dietética era la causa de la pelagra.

Pero la comunidad científica no estuvo de acuerdo.

«Criticaron su metodología y los resultados e insistieron en que, sin importar lo que Goldberger hubiera demostrado, se trataba de una enfermedad germinal, y él no había encontrado el germen», contó Kraut.

Goldberger se enfureció.

«Esos asnos ciegos, egoístas, celosos y prejuiciosos rebuznando sus supuestas críticas».

A estas alturas estaba tan desesperado que estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa.

Para silenciar a sus críticos y probar más allá de toda duda razonable que la pelagra no era una enfermedad infecciosa, decidió hacer algo aún más polémico: experimentar consigo mismo.

«No impuse ninguna restricción de ningún tipo … No se hizo ningún intento de evitar la ‘infección natural'», escribió.

Lo primero que hizo fue ir al hospital local de pelagra, y usando un hisopo recogió moco de la nariz de los pacientes, y se lo metió en su propia fosa nasal.

«El tiempo transcurrido entre la recolección y la inoculación fue de menos de dos horas.

«Por cierto, tal vez debería tenerse en cuenta que algunas de las secreciones aplicadas a la faringe nasal debieron haber sido finalmente tragadas», detalló.

Luego recolectó orina, muestras de piel y heces.

«El paciente que suministraba las heces sufría un ataque severo y tenía cuatro evacuaciones intestinales blandas al día».

Mezcló esos ingredientes con harina de trigo para hacer una píldora… y se la tragó.

Fiestas de inmundicia

Recreación en su laboratorio con varios doctores tomando píldoras

«Ciertamente hay una cualidad repugnante en la idea de ingerir las heces y costras de piel de otros», subrayó Kraut, probablemente haciéndose eco de lo que estás pensando.

«En la familia siempre nos ha parecido increíble que se pusiera en riesgo de esta manera. A menudo, cuando hablamos de esto entre familiares o con amigos, nos estremece», contó el doctor Sharp.

Goldberger incluso persuadió a sus colegas para que se unieran a los experimentos, que llamaba «fiestas de inmundicia».

Y como si las heces y la orina no fueran suficientes, Goldberger tenía una última sorpresa para ellos: sangre.

Recogió un poco de sangre de un paciente para inyectársela a cada uno de sus voluntarios, incluida su esposa Mary.

«Creo que mi abuela quería hacer todo lo posible para ayudar a callar a sus críticos», señaló Sharp.

«Los hombres no consintieron que tragara las pastillas, pero me dieron en el abdomen una inyección de sangre de una mujer que moría de pelagra», escribió Mary.

Cualquier tipo de enfermedades podrían haber sido transferidas en esa aguja.

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